Dedicado a las estrellas de mi club: “Los chicos malos”
Para llegar a la Ciudad de Villazón donde ahora estoy, tuve que viajar toda la noche atravesando, casi de principio a fin, la inmensidad del Altiplano. Me la pasé observando por la ventana del bus el cielo estrellado, el mismo firmamento que atrajo con fuerza la atención de las generaciones pasadas y que ahora atraía también la mía. Con la mirada lejana y perdida en sus meandros, comprendí que todos fuimos, desde un inicio, como esas estrellitas brillantes, pequeñas e insignificantes.
Nuestros primeros aprendizajes tomados ya sea de la sabiduría de nuestros padres o de nuestros maestros y maestras en la escuela, nos llevaron a todos, de manera progresiva, a brillar de una manera particular. ¿Acaso es necesario recordar que unos destellaban más en azul, mientras que otros lo hacían en tonos diversos de blanco o en modulaciones rojizas y naranjas? ¡Qué lindo que era jugar a los colores!
Cuando empezamos la secundaria, nuestra inocencia se sumió
en el lago inmaculado de la amistad. Lo primero que aprendimos, fue a juntar
tímidamente nuestros focos con los de los amigos, pasajeros o permanentes - poco
importa - para producir más luz, que era todo lo que ansiábamos. Luego, ya en
la universidad, del gustillo pasamos a la embriaguez y de este pecado fueron
responsables las fiestas que organizábamos, las peñas, nuestros profesores - recuerdo
en este momento a varios de ellos - los partidos políticos, y otras
circunstancias que nos rodearon.
Nuestra imberbe algazara nos permitió saborear, de manera
solidaria, la existencia de distintos sentimientos: El compañerismo, la competencia,
la revancha o el encanto de brindar con sinceridad nuestro amor a una mujer que
después, con algo de perfidia de parte nuestra y colaboración suya, se volvió
sensual. Así continuamos durante varios años, saltando con agilidad y gracia juveniles
de un curso a otro, de un semestre a otro, de una compañía a otra.
Fue este brillo intenso, el que nos fue acercando, poco a
poco, a la gran estela de la Vía Láctea hasta que quedamos, al final, convertidos
en parte de ella. Su fluir violento y eterno nos hizo resplandecer a todos, tanto
como pudimos. Sus travesuras lograron que todos terminemos formando parte de una
u otra constelación que, en ese momento, nos parecieron interesantes, lo que no
frenó que tiempo más tarde cambiásemos de opinión y nos juntásemos a otros
sistemas que, jurábamos, eran más auspiciosos. Gracias a nuestra fuerza, unas
esferas celestes lograron centellear más que las otras, aunque de ello pocos nos
percatamos. Además las circunstancias fueron propicias para percatarnos del
brillo enérgico de otros gigantes faroles.
Sin embargo, la aventura nunca fue gratuita: Las estrellas
viejas, las de aquellos seres que nos habían acompañado y amado en los años
anteriores, empezaron a desvanecerse primero y apagarse definitivamente
después, hasta quedar de ellas sólo un recuerdo.
Durante toda esta época, también vimos nacer de nuestras
luminosas entrañas, nuevas, brillantes y pequeñas estrellitas que inicialmente retozaban
alegres en derredor nuestro hasta que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, han
ido desplazándonos hasta dejarnos casi al margen de la Vía Láctea. Pronto,
también seremos un recuerdo…