6 de abril de 2014

CIDADE EM PLANO


De entrada nomas, el shock: Cuatro cuerpos “q'aras” (desnudos) - dos hombres y dos mujeres - tirados sobre el piso, al pie de una larga foto de una ciudad. ¡Cuándo se ha visto algo así en La Paz!, en nuestra "culta" ciudad.

De pronto, sobre un fondo de una música intensa - inicialmente casi puro ritmo hasta llegar, casi al final, a puro ruido industrial - se desarrolla la obra en tres partes: I. Ellos y ellas fuera de la ciudad; posición horizontal, deseando introducirse. II. De pie, sufriendo por ya haber ingresado y III. Viviendo, adaptándose; muriendo de a poco.


I. En la primera parte, los cuatro jóvenes buscan afanadamente la manera de ser parte del objeto amado: La ciudad. Para ello imitan con sus cuerpos, el perfil de sus edificios y, ante su fracaso, recurren a golpearla con sus cuerpos para entrar a como de lugar. ¡Qué manera de desear ser parte de ella!

A esta altura del partido, el morbo inicial ha dado lugar a un arrobamiento, ante la excelsitud de la figura humana. ¿Cuándo se nos dio la oportunidad de admirar la capacidad de un esternocleidomastoideo o de un gran sartorio? Tampoco, nunca habíamos visto un espectáculo de vergas y tetas moviéndose al ritmo de la música.


II. La segunda parte, se resume en una palabra: El precio. Ya dentro de la ciudad, empieza, para los cuatro, una especie de tortura auto infligida, ante las violentas reglas de juego que la sociedad (y el estado), les exigen. Los personajes no dudan en pagar su cuota y pasan a cubrir partes del cuerpo con unas tarjetas que tenían algo inscrito, pero vaya uno a saber qué. Gracias a las mismas, por ejemplo, la hembra humana pasa a ser mujer y el macho humano a hombre, es decir se auto condenan a socializarse, a usar carnet de identidad, a guardar las formalidades y sobre todo a no mostrar el sexo públicamente. ¡Cómo sufren los personajes! Pero también, qué alegría invade el alma de los espectadores, cuando ellos se libran de dichos los elementos de tortura. 



III. Al final, cada uno de los cuatro acepta su identidad social y empiezan a participar de la sociedad, dando por inaugurada la tercera parte. En ésta, el trabajo y el ritmo diarios de la vida en la ciudad y en la industria, otorgan al trabajo en escena una nueva fluidez. Los actores utilizan las tarjetas para cubrir pies, rodillas, pecho o cabeza, con los que ejecutan una especie de vigorosos solos de cuerpo (como los del jazz), o de dúos, pero no en pareja. Por su lado el público aprende lo que es canela, al deleitarse con sus bellísimos cuerpos. Al final, la dureza de las reglas sociales cambian la personalidad de los personajes. El extremo llega cuando uno de ellos es vestido como si se tratase de la reina del carnaval, incluidos unos altos  zapatos de tacón.



Al salir del teatro, rosado de emoción, vi a dos niños caminando por la calle, agarrados de los flecos de la manta de su mamá. Más allá dos muchachas que, para expresarse su amistad, iban tomadas de la mano y riendo. ¡Y esto no estuvo en el espectáculo! 
Por eso me atrevo a decir lo siguiente. Gracias al espectáculo, comprendimos nuevamente la vieja verdad: El precio que debemos pagar para poder pertenecer a la ciudad y la sociedad, es entregarle nuestra libertad. ¡Está bien! Pero si en algunas partes del mundo, la ley central es el individualismo, acá en La Paz no lo es tanto: Hay una otra parte pluricultural, no mestiza. Desde este punto de vista, la obra refleja sólo la primera posibilidad, pues los personajes ni siquiera se tocaron la punta de la nariz. Creo que hemos asistido a una versión sincera y fresca del Emilio o a una nueva adaptación de Sartre pero, fundamentalmente, a comprender cuán paceños somos en La Paz.

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