A
Al
ver hoy la ciudad de la paz
plena
de avenidas y cabinas que recorren el cielo
de
pura bronca
decido
aventurarme por una de sus calles, la de yanacocha
que
aún huele a viejísima semana santa.
Esta
vía era larga: Comenzaba con un muro de adobe y un cenizal
y
terminaba igual, al otro extremo de la ciudad.
Como
los viejos conquistadores no tuvieron tiempo
para
construir un alcantarillado
tanto
los padres, los hijos y los nietos
hicieron
uso extremo de estos extremos.
Pero
la delicadeza no tocaba a todos por igual,
los
señorones de sangre hispana
dejaban
que sus sirvientes
vaciasen
sus bacinicas.
Lo cuento, para que
sepan los que me leen y luego comparen
con
todo lo que han hecho los nuevos conquistadores
que
se ha reducido a pisar justo encima de las viejas huellas
y
aunque ahora ya hay alcantarillas
el
mismo pensamiento colonial sigue circulando por sus ductos.
Heme
pues aquí plantado a los pies de esta calle centenaria
adoquinada
de ascos y amores
sobre
la que se ha edificado la ciudad de la paz.
B
Yo
desciendo de alguno de estos señorones
no
sé si de este o de aquél otro
pero
como hijo de india, de seguro seducida y luego violentada.
Es
mi madre, las miles de madres que con sus pechos me acunaron
para
vencer con su esfuerzo, el desdén paterno.
El
semen del abuelo de mi abuelo
fecundó
en mí, un cholo fuerte y buen mozo.
Su
áspera linfa, me ha hecho señor de todos mis actos,
de
los de amor, de los de desprecio, de los altaneros y de los coquetos.
Para recordar sus caminos decido hoy
atravesar
esta calle de punta a punta
pero
buscando las oquedades de los zaguanes
para
cobijarme de los quejidos que emanan de las gargantas
de
quienes tienen sus sexos encontrados
y
que se aprietan con manos y piernas, agitándose
presurosos
y sudorosos en los salones, cuartos y patios que al paso encuentro.
C
Pero no todos ni todas
son iguales.
No
puedes comparar a la india ultrajada de ocultas y con frecuencia en el interior
de una de estas casas,
con
una semejante que habita fuera de los muros.
Los
ultrajes a pesar de ser iguales, son diferentes: Aquél queda oculto y, por lo
tanto, no existe.
La
primera tiene, además, el derecho al lavado y planchado de la ropa fina de la
señorona y ella misma viste con lo que aquella desdeña por viejo o por feo.
Tampoco
los mozos son iguales.
Los
yanaconas que traían las cosechas de las fincas,
no
valen, ni de lejos, lo mismo que el cholo que las recibe y separa
lo
que será para el comercio y lo que quedará para el consumo de la casa.
Hay
distancias entre ellos, que frecuentemente se llenan de enfrentamiento
y
otras veces de amistades interesadas.
Nadie
quiere ser yanacona
y
para evitarlo prefierieron enviar a su hija aún niña
a
que sirva en la casa del señorón, en vez de estar tejiendo bayeta o agachada en
las faenas de la finca.
De esta manera, los mismos padres cultivaron en esta calle, la separación y el odio,
sentimientos que
luego llenarán a cientos de generaciones de cholos e indios
que
actuarán fieramente, sin saber bien la causa. Cosecharán la fruta fresca.
¡Óiganme bien!: Esta
calle no está tapizada
sólo
por afanes por huir algún día, hacia la madre patria
sino
también de otras ambiciones plebeyas,
que
sueñan con traspasar sus muros de adobe
esperando
no salir nunca más.
Por
eso se encuentran entre las viejas junturas de sus piedras,
las
placentas que los hijos de las indias les arrancaron a sus madres
restos
y piedras que ya no están, pero que aún hieden.