Por: Humberto Viscarra Monje
Publicado en “Presencia” el 1.01.1960
Arturo Borda |
Arturo:
La vela de tu existencia, que apenas sostenías, se apagó en
pleno día, así como esas velas encendidas que llevabas por las calles, bajo la
luz del sol, con los ojos cerrados, mirando para adentro quizá qué oleos
maravillosos, cuando el demonio familiar saturaba de alcohol tus venas hasta
dar a tu cerebro la velocidad de un trompo enloquecido.
Tu vida fue un cuadro mal pintado por un ángel demente, una
sucesión de planos grises que sostuvieran en su ceniza momificada la visión
blanca de la montaña que amaste tanto. Largo camino bordeado de sueños
petrificados y zarzas de soledad. Al fondo, ni una estrella, a los flancos, los
abismos de pobre filosofía y sobre el polvo infecundo, ni una huella de mujer.
Siempre recordaré tus ojos tristes llenos de anhelos
reprimidos y de vidrio molido. Y tu boca melancólica con esas ironías como
piedras ocultando quizá qué ternuras inconfesables y para nadie. Y tu voz de
barítono cansado, tan adentro, tan para ti solo, hablándote a ti mismo, de tus
cosas, de tus secretos, de tus fracasos, de la guagua que no acababa de crecer
en tu alma y del viejo que sentía los años como lápidas cayendo sobre las
aspiraciones y los anhelos.
Amabas la noche y te vestías con ella porque la luz del día
te abrumaba con su fardo de oro. Te he visto paladeando patillas de silencio o
adelgazando la sombra con la niebla de tu cigarrito. Buscabas en el pesar
pepitas de luz porque quizá la dicha se te quedó entre los dientes. Y si alguna
vez hablamos de mujeres se te atoraba el amor de sólo nombrarlo.
Dibujo |
Sólo confiaste tu biografía al viento después de hacer
estatuas de trapo y de basura y en tu soledad de bohemio colgabas la hamaca
entre dos penas toscas pidiendo al sueño un poco de morfina. Te divertías
contando tus heridas, pintando una flor donde surgió una llaga. Cogías, como el
gorrión, migajas de ventura, coleccionando miradas y sonrisas de seres
adorables que no te amaron nunca.
Alguna vez ponías a secar tus lágrimas al viento y colgabas
tu soledad de las estrellas: Tras el chaleco un chaina te cantaba y en tus
amaneceres desastrosos el sol te adornaba como a un muro viejo.
Después te he visto enfermo, con los ojos apagados en la
sombra próxima, mordiendo unas cuantas palabras que sonaban a ceniza y pasando
la saliva con el mismo trabajo con que debe pasar una moneda por la abertura
estrecha de la alcancía. Mirabas tus manos con la desidia y la indiferente
extrañeza de verlas ya inútiles colgando de los hombros como dos alas muertas.
Tan flaco estabas que cabías en un sollozo y de tu carne inocente quedaba
apenas el sarmiento que exprimieron la soledad, el alcohol y la fiebre
interior.
"Diálogo entre la muerte y el tiempo" |
Dicen que has muerto pero yo no creo. Pienso que estas
durmiendo una de tus largas borracheras, cuando llenabas el vaso de soledad, de
sombra y de pisco barato. ¿Acaso se puede morir más después de haberse
suicidado día por día haciendo de cada minuto una píldora de veneno y de cada
trago de alcohol un sorbo de amargura?
Yo no fui a tu entierro porque no diga tu alma que me gusta hacerme ver en los cortejos fúnebres y que acompaño los muertos para que
también me acompañen a mi cuando me tienda para no levantarme. No habría podido
llorar porque contigo hemos reido mucho y te habría parecido ridículo ver salir
el alcohol de la pena por los ojos que se han acostumbrado a absorber la luz y
devolver amor.
A los veinte días de la partida de Juan te fuiste. No podía
ser de otro modo. Porque recuerdo que cuando nos citábamos antaño, tu o él
llegaban un poquito atrasados. Ahora la cita fue para siempre y estando tan
cerca uno del otro podéis ir del brazo a la primera trastienda que oculte el más
allá y tomar interminablemente de ese licor que no se acaba porque surge de las
vertientes del infinito.
Hasta luego, Arturo. Desde hoy rezaré a tu castidad de
estrella, a tu pureza de ángel suicida, a tu santidad que maceró el deseo en
alcohol y disolvió los sueños en el humo de tu cigarrillo.
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